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Opinión

La “propiedad” en la era digital

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Con la llegada de la pandemia, tuvimos que aprender a lidiar con el aislamiento. Como resultado, la escuela, los amigos y hasta el entretenimiento se mudaron al universo digital. Se estima que sitios de video como YouTube y plataformas de streaming tuvieron un incremento de hasta 70% de usuarios. Este fenómeno también trajo un cambio en nuestros hábitos de consumo. Antes, comprar un disco, una película o un videojuego solía ser un acto claro y contundente: salías de la tienda con un objeto en la mano, algo que podías prestar, revender o conservar para siempre. Hoy, en cambio, lo que llamamos «comprar» en plataformas digitales es, en realidad, algo muy diferente. Adquirimos licencias, accesos temporales y catálogos sujetos a la voluntad de las corporaciones.

¿Pero qué implica este cambio? Para muchos de nosotros, que estábamos acostumbrados a lo tangible, nos sumerge en un sentimiento de vacío y malestar. La acción de poseer, cuidar y guardar era el propósito de nuestras compras, porque más allá del consumo, un casete rayado, un DVD gastado o un cartucho con etiquetas pegadas eran más que soportes: eran recuerdos. El desgaste del tiempo narraba una historia personal. Casey Reas lo explica en Collecting in the Age of Digital Reproduction: «El objeto físico contenía también la memoria del tiempo vivido con él».

Con lo digital, esa huella desaparece. Las películas que vemos en streaming no dejan cicatrices en un estuche, ni los álbumes escuchados mil veces se deterioran en la repisa. La cultura, en su versión digital, no ocupa espacio ni deja rastro. No somos dueños de lo que consumimos, somos inquilinos de un universo intangible.

Sin embargo, no todo en este escenario es negativo; lo digital también ha abierto puertas insospechadas. Catálogos infinitos, acceso inmediato, descubrimiento sin fronteras. Lawrence Lessig lo advierte en Free Culture: «La red no solo copia la cultura, también la multiplica». Una persona en cualquier parte del mundo puede escuchar la misma sinfonía que antes solo existía en colecciones privadas; un cinéfilo puede acceder a clásicos que jamás llegaron a las salas de su ciudad. La abundancia no es solo comodidad, es también democratización.

Por otro lado, lo físico resurge y evoluciona en la figura del coleccionismo: vinilos, ediciones especiales, libros impresos. No es solo nostalgia, es un recordatorio de que lo material sigue teniendo un valor simbólico que lo digital no puede replicar. El objeto nos ofrece permanencia y control en un mundo donde lo digital puede esfumarse con un cambio de contrato o una caída de los servidores.

Así, esta nueva dinámica nos plantea un futuro abierto, en el que el reto está en equilibrar la conveniencia de la nube con la soberanía del objeto. Como advierte Joshua Fairfield en Owned: «Estamos entrando a un nuevo feudalismo digital, donde los usuarios ya no poseen, solo arriendan». Pero esa advertencia convive con un horizonte prometedor: bibliotecas globales, acceso compartido, circulación cultural sin precedentes.

La nostalgia nos recuerda lo que hemos dejado atrás, pero la esperanza está en lo que hemos ganado: un mundo donde la cultura es más accesible que nunca. La pregunta no es si debemos elegir entre lo físico y lo digital. Tal vez la verdadera cuestión sea más profunda: ¿Podremos construir un futuro donde la abundancia digital no nos haga olvidar el valor de poseer, cuidar y transmitir lo que amamos?

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