Opinión
Sin palabras

Gabriela Cruz Valdés
Las palabras juegan a esconderse. Este día no quiero teorizar, que ya para eso hay muchas personas estudiosas, investigadoras y científicas, quienes en este momento estarán haciendo su trabajo: cuestionando, buscando respuestas y planteando resultados.
Hay una larga lista sobre temas del lenguaje, tan hermoso e infinito como nuestro pensamiento, pero hoy las palabras no encuentran coherencia, aunque buscan su acomodo de alguna manera. Esto me condujo a un texto hallado entre los escritos de Alejandra Pizarnik: “Hay palabras que ciertos días no puedo pronunciar.”
En recientes semanas, he tratado de comunicarme con las frases correctas, ser “impecable con las palabras”, como recomienda Miguel Ruiz en ese primero de sus Cuatro Acuerdos, y aunque logré quedar satisfecha con las construcciones gramaticales, los resultados no fueron los esperados.
De la infinidad de formas que tenemos para comunicarnos, prefiero la palabra escrita; hablar me resulta más complicado, porque se requiere un pensamiento rápido y muy certero, y no todas las personas tienen (o tenemos) el tiempo para esperar y escuchar atentamente lo que otros tienen para decirnos.
Aun con mi arrogante presunción de escribir correctamente, el margen de error en la compresión de mis receptores ha sido más grande de lo esperado. Por esta razón, lo que leen ahora (si es que hay alguien del otro lado de esta pantalla haciéndolo) puede parecer un montón de letras tratando de hallar su lugar en un espacio blanco convertido en lienzo sin materia, sin alma y sin final.
Las teorías intentan explicar cómo es que se lleva a cabo este proceso de emitir y recibir mensajes, guiar por ese sendero cuyo fin sería una comprensión eficaz del lenguaje que nos resulta indispensable para converger como entes sociales. Sin embargo y, paradójicamente, hasta entre expertos comunicólogos resulta difícil intercambiar mensajes con la efectividad deseada.
Por ahí, entre las redes sociales, se ha difundido un mensaje de Ana María Rossi, docente y conductora, que expresa un poco esta especie de distorsión en el proceso comunicativo: “Entre lo que pensamos, lo que queremos decir, lo que creemos decir, lo que decimos, lo que queremos oír, lo que oímos, lo que creemos entender y lo que entendemos, existen nueve posibilidades de no entenderse”.
Afirmar que el emisor es responsable del mensaje que envía, pero no de lo que su receptor entiende, desencadena toda una controversia en la que se involucra la concepción de la comunicación efectiva y el lenguaje consciente que propone tomar en cuenta la empatía como eje principal.
Y, después de todo este rollo, sigo en el dilema de saber si quien recibe nuestros mensajes los interpretará con la intención con que se emiten, o lo hará con base en su sistema de emociones y creencias que le lleven a una interpretación subjetiva y posiblemente errónea. ¿En dónde radica, entonces, la efectividad de la comunicación? Es una pregunta que, quizá, ni con toda la evolución del hombre en la sociedad, ni con la tecnología y las bondades de la Inteligencia Artificial terminaremos de responder con certeza.
¿Por qué toda esta disertación? Porque hoy que se me han escondido muchas palabras sigo pensando que, incluso con la vastedad y la riqueza de nuestro lenguaje, no lograremos expresar con absoluta precisión lo que realmente queremos decir. Justo es aquí en donde regreso con Pizarnik:
«Hay palabras que ciertos días no puedo pronunciar. Por ejemplo, hoy, hablando por teléfono con el escritor D. –que es tartamudo– quise decirle que había estado leyendo un librito muy lindo titulado L’impossibilité d’écrire. Dije “L’impossibilité…” y no pude seguir… ¡Ah esos días en que mi lenguaje es barroco y empleo frases interminables para sugerir palabras que se niegan a ser dichas por mí!”.
Y si por ahí alguien está pensando: Ya cualquiera como esta (es decir, yo) se pone a escribir cualquier cosa, tiene toda la razón, hoy quise escribir cualquier cosa y creo que no pudo salirme mejor.







