Opinión
El Instante como camino: el trabajo personal desde lo humano

“En la quietud de un instante, a veces, descubrimos lo que mil palabras no logran decir”
La existencia humana no siempre se anuncia con estruendo. A menudo se insinúa en silencios, gestos pequeños y experiencias aparentemente insignificantes, el primer rayo de sol que atraviesa una ventana, el aroma familiar que despierta la memoria, la risa compartida que suaviza un día gris o el abrazo inesperado que reconcilia con la vida. Son fragmentos cotidianos que, cuando se viven conscientemente, abren un espacio terapéutico de profundidad insospechada.
La psicología humanista-existencial nos recuerda que cada ser humano es una historia encarnada, y que en los actos más sencillos se revelan sentidos vitales. No se trata de buscar grandeza fuera de nosotros, sino de reconocer la fuerza transformadora de lo presente: allí donde la atención se posa con autenticidad, emerge un modo distinto de habitar el mundo.
En contextos terapéuticos, estas pequeñas experiencias no son meros detalles: funcionan como anclas existenciales que permiten a la persona reconocerse, volver a su centro, reencontrar significados que habían quedado velados por la prisa, el dolor o la desconexión. Un instante de risa genuina puede romper un patrón de aislamiento. Un olor que remite al hogar puede activar memorias de seguridad y pertenencia. Una pausa para observar lo cotidiano puede abrir un territorio fértil para integrar y resignificar.
Cuando se acompaña desde una mirada humanista, el objetivo no es “interpretar” la experiencia del otro, sino presenciarla. Escuchar sin imponer sentido, dejar que la vivencia hable por sí misma. La fenomenología nos invita precisamente a esto: suspender juicios y permitir que la experiencia revele su propio peso, su textura emocional, su forma de ser en el mundo.
Cada persona posee, muchas veces sin saberlo, pequeños espacios internos que funcionan como refugios: rituales silenciosos, objetos cargados de historia, gestos íntimos que sostienen. Al reconocerlos, no solo recupera una parte de sí, sino que fortalece su capacidad de agencia y de construcción de sentido.
La alegría y la gratitud, entendidas desde esta perspectiva, no son simples estados emocionales pasajeros ni estrategias para “pensar en positivo”. Son experiencias vividas que emergen en el contacto auténtico con la existencia. No niegan el dolor, pero lo enmarcan en un horizonte donde la vida, con sus claroscuros, sigue siendo digna de ser habitada.
En este terreno, lo terapéutico ocurre no por imposición, sino por revelación: cuando la persona se reencuentra con lo simple como fuente de sentido, cuando comprende que un instante puede ser suficiente para recordar que está vivo, que pertenece, que importa.
El trabajo personal desde la psicología humanista no siempre implica grandes revelaciones, ni transformaciones abruptas. A veces consiste en aprender a habitarse de nuevo, en volver a mirar con ojos limpios lo que siempre ha estado ahí, esperando ser visto.
La transformación no siempre nace de lo grandioso. A veces brota en un suspiro, una pausa, o en un pequeño gesto que devuelve al ser humano a su centro. Allí, en lo cotidiano, en lo que parecía invisible, también se teje la sanación.
Tal vez crecer no sea otra cosa que volver a nosotros mismos con más conciencia. Que aprender a sanar sea reconocer lo esencial no está en el futuro distante, sino en la hondura de cada instante presente. Porque cuando nos permitimos sentir, sin máscaras ni distracciones, la vida se vuelve maestra y espejo: mostrándonos dónde duele, pero también dónde aún podemos florecer.
En cada mirada atenta, en cada pausa genuina, comienza un camino personal que nadie más puede recorrer por nosotros. Y es en ese trayecto íntimo donde la psicología humanista cobra sentido, no como receta, sino como acompañamiento respetuoso de lo humano en toda su dignidad.
Rosaura Guadalupe Cerecedo Cajica









