No todos los comienzos hacen ruido. Algunos ocurren en silencio, cuando algo dentro deja de huir y decide quedarse. Antes de cualquier propósito, antes de la lista de metas o de las promesas que solemos hacerle al calendario, existe una posibilidad más profunda: estar presentes. El inicio de un nuevo año no es necesariamente un punto de partida externo, sino un movimiento interior, una invitación a habitarnos con mayor honestidad y a elegir, con conciencia, cómo queremos estar en la vida.
Más que apresurarnos a cambiar, este umbral nos convoca a detenernos. A mirar desde dónde pensamos, qué emociones nos atraviesan y qué tipo de relación estamos sosteniendo con nosotros mismos y con los otros. Cuando el comienzo se vive desde la presencia y no desde la exigencia, el propósito deja de ser una orden y se convierte en una expresión viva del sentido.
Desde una mirada humanista, Erich Fromm advirtió que una de las grandes confusiones de nuestra época es creer que valemos por lo que hacemos o producimos, y no por la calidad de nuestra presencia en el mundo. Para Fromm, el modo de ser —frente al modo de tener— implica una relación viva con uno mismo, con los otros y con la experiencia. En este sentido, estar presentes no es una actitud pasiva, sino una forma profunda de responsabilidad: reconocernos tal como somos, sin reducirnos a exigencias externas ni a ideales impuestos. Cuando la vida se vive desde el ser, el propósito no se impone; emerge.
La mente: entre la claridad y el extravío
Vivimos en una época donde pensar sin pausa se confunde con compromiso y productividad. Sin embargo, pocas veces nos detenemos a observar cómo pensamos y desde qué lugar lo hacemos. Una mente saturada no es una mente lúcida; con frecuencia es una mente fragmentada, atrapada entre expectativas externas, juicios internos y un diálogo constante que no concede descanso.
Cuando la mente se convierte en el único filtro de la experiencia, la vida se empobrece. Se vive más en la anticipación o en el recuerdo que en la experiencia inmediata. Recuperar la mente no significa callarla, sino desidentificarnos de su dominio absoluto, devolverle su función sin permitir que gobierne por completo nuestra existencia.
Desde una mirada fenomenológica, la experiencia no se reduce a lo que pensamos sobre ella. El mundo se nos da a través del cuerpo, de la percepción, del sentir. Cuando pensamiento y presencia se reconcilian, la vida recupera su espesor y deja de sentirse ajena.
Comprender las emociones: aprender a habitarlas
Las emociones no son un error del carácter ni un obstáculo para la razón. Son formas de contacto con la realidad, modos en los que la vida nos habla. Sin embargo, en una cultura que privilegia el control, la rapidez y la eficacia, sentir se vuelve incómodo, y comprender lo que sentimos parece secundario.
Cada emoción cumple una función: la tristeza señala una pérdida que necesita ser reconocida; el miedo protege y orienta; la alegría expande; la calma integra. Cuando las emociones no se comprenden, se acumulan o se expresan de manera desordenada. Cuando se escuchan, ordenan la experiencia interna y permiten decisiones más coherentes.
Por ello, los propósitos que ignoran el mundo emocional suelen agotarse pronto. No porque falte disciplina, sino porque carecen de raíz. Comprender lo que sentimos no nos debilita; nos vuelve más responsables de nuestras elecciones y más humanos en nuestra manera de estar con otros.
Del propósito impuesto al propósito con sentido
En muchos casos, los propósitos de año nuevo nacen desde la comparación, la presión social o la insatisfacción constante. Se busca corregir lo que no somos en lugar de profundizar en lo que sí somos. Desde una mirada existencial, el propósito no es una meta que se persigue, sino una respuesta personal a la vida que se está viviendo.
Viktor Frankl sostuvo que el sentido no se inventa ni se impone, sino que se descubre en la relación concreta con la vida. No se trata de preguntarnos qué esperamos del mundo, sino qué espera la vida de nosotros en cada situación. Desde esta perspectiva, el propósito deja de ser un objetivo futuro y se convierte en una actitud presente.
Elegir un propósito con sentido implica preguntarse: ¿desde qué lugar quiero vivir?, ¿qué valores deseo encarnar en mis decisiones cotidianas?, ¿qué tipo de persona estoy siendo en mis vínculos, en mi trabajo, en mi comunidad? Estas preguntas no exigen respuestas inmediatas, pero abren un camino más honesto y sostenible.
La aceptación como punto de partida
Aceptar no es resignarse. Es dejar de pelear con la propia humanidad. Aceptar la mente con sus hábitos repetitivos, las emociones con su intensidad y la historia con sus marcas es el punto de partida real de cualquier transformación profunda.
Cuando el cambio se impulsa desde el rechazo constante, se vuelve rígido y violento. Cuando nace de la aceptación, se vuelve orgánico y humano. Desde ahí, los propósitos dejan de ser castigos encubiertos y se convierten en procesos de integración. Aceptar lo que somos hoy no impide crecer; al contrario, lo hace posible.
Dimensión social: la presencia que humaniza
La presencia no es un asunto individual aislado. Una mente menos reactiva modifica la forma de dialogar. Una emoción comprendida reduce la violencia cotidiana. Una vida orientada al sentido impacta inevitablemente en el entorno.
En tiempos marcados por la prisa, la fragmentación y el desgaste emocional, elegir presencia es también una postura ética. Significa escuchar antes de responder, comprender antes de juzgar y cuidar antes de imponer.
Tal vez el gesto más honesto al iniciar un nuevo ciclo no sea proponernos cambiar de vida, sino cambiar la forma de estar en ella. Antes del propósito está la presencia. Ahí comienza todo.
Rosaura Guadalupe Cerecedo Cajica
