Vivimos en un siglo de luces y sombras. Donde la hiperconectividad esconde el aislamiento, donde la visibilidad digital suplanta el reconocimiento real, y donde el ruido del mundo hecho de opiniones, apariencias, egos inflados y necesidades insatisfechas nos impide escuchar el susurro más esencial: ¿quién soy realmente?
En este escenario de crisis emocional global, donde la salud mental se ha convertido en una pandemia silenciosa, urge detenernos. No para escapar, sino para mirar de frente el abismo que se ha abierto dentro y fuera de nosotros. Porque no es solo una crisis económica o política; es una crisis de sentido, identidad, y de ser.
La sociedad del parecer y el ego: un espejismo colectivo
Osho, en su Libro del Ego, denuncia una verdad incómoda: hemos construido nuestras vidas sobre un personaje que no somos. Un “yo” que vive pendiente del reconocimiento ajeno, del estatus, éxito, miedo a no encajar. El ego, nos dice, no es nuestra esencia, sino nuestra cárcel. Y lo más inquietante: puede incluso disfrazarse de espiritualidad, ayuda y bondad.
En este mundo, ser auténtico se vuelve un acto subversivo. La autenticidad nos enfrenta con lo que no queremos ver: que somos frágiles, necesitados, incompletos… pero profundamente capaces de transformar si dejamos de pretender.
De acuerdo a algunos escritores que hablan del concepto “despertar” se refieren no a una guía, más bien a un espejo. Un espejo que no nos halaga, pero sí nos revela. En él descubrimos que incluso nuestras emociones más nobles pueden ser parte de una imaginación de un sueño. Que no despertamos al entender algo nuevo, sino cuando dejamos de ser lo que no somos. Despertar es dejar de actuar para los demás, de pensar para agradar, de buscar para llenar vacíos que solo se resuelven en el silencio del ser.
Es desde aquí que se enfrenta una verdad: no podemos cambiar el mundo si no empezamos por desmontar las ilusiones desde las que lo miramos.
Una pandemia emocional: la urgencia de ser
En las escuelas, los hospitales, las calles, los hogares, se respira un aire de angustia contenida. Niños que no saben expresar lo que sienten, adultos que sobreviven entre rutinas anestesiantes, abuelos abandonados en su memoria y su sabiduría, enfermos sin escucha, jóvenes con el alma rota detrás de una pantalla.
La salud mental se ha vuelto el clamor de lo invisible. Pero no se trata solo de síntomas, diagnósticos o tratamientos. Se trata de humanidad. De la necesidad de recuperar lo humano en nosotros. De dejar de ser producto para volver a ser presencia.
¿Qué podemos hacer? Ser, simplemente.
Podemos quejarnos, y con razón de todas las injusticias, de la política, del caos. Pero si aspiramos a un mundo de paz, debemos empezar por el territorio más difícil: nuestra propia paz. No una paz pasiva ni ciega, sino una que nace de habernos encontrado con lo que somos sin adornos, sin máscaras, sin ruido.
Esa es nuestra parte. Aprender a mirarnos sin miedo. Reconocernos en el otro sin juicio, responder, no actuar solo desde el impulso, construir, no imponer, amar sin necesitar poseer. Vernos en el espejo del otro y decidir ser luz, no indiferencia.
Porque hoy más que nunca, el mundo necesita menos discursos y más presencias, menos perfección y más autenticidad, menos expertos y más humanos despiertos.
Una esperanza que no grita, pero respira
“Hay una esperanza que no grita, pero respira en lo cotidiano.
En la risa espontánea de los niños que confían sin garantías,
en la mirada sabia de los abuelos que han visto pasar la vida,
en la fortaleza callada de quienes enfrentan el dolor o la enfermedad…”
Allí donde parece no haber solución, aparece la semilla. No necesitamos tenerlo todo para ofrecer lo que somos. Una palabra, una presencia, una mano extendida puede iniciar el cambio.
La esperanza no es un deseo ingenuo, es una decisión consciente. Se construye cada vez que elegimos ver lo que duele, acompañar al que sufre, trabajar en nuestro interior para no proyectar más violencia hacia afuera.
Y es que cuando creemos de verdad… actuamos.
Y al actuar desde lo que somos, no desde lo que el mundo espera, ya estamos cambiando el mundo.
Rosaura Guadalupe Cerecedo Cajica