Opinión
La lealtad y la honestidad: valores que no deben caducar.

Santiago Obreón Obreón
En tiempos donde las apariencias se valoran más que las convicciones, hablar de lealtad y honestidad puede parecer un acto nostálgico. Pero no lo es. Al contrario, es un recordatorio urgente. Vivimos en una época donde la verdad se negocia y la lealtad se cambia por conveniencia. Y eso tiene consecuencias.
La lealtad no significa obediencia ciega ni sumisión. Ser leal es tener un compromiso firme con las personas, las ideas y los principios que consideramos valiosos. Es acompañar en los momentos difíciles, incluso cuando resulta incómodo o impopular. En lo personal, esto se traduce en relaciones sólidas. En lo público, se manifiesta en instituciones más confiables y en liderazgos con credibilidad.
Por su parte, la honestidad es mucho más que no decir mentiras. Es actuar con transparencia, hablar claro, y asumir las consecuencias de nuestros actos. Es tener el coraje de decir “no sé”, “me equivoqué” o “esto no está bien”. La honestidad es el cimiento de la confianza, y sin confianza no hay sociedad que funcione.
Ambos valores están entrelazados. No hay verdadera lealtad sin honestidad, ni honestidad que perdure sin un sentido de lealtad hacia lo correcto. Sin embargo, vemos a diario cómo se distorsionan: se es leal al poder aunque haya corrupción; se es honesto sólo cuando conviene, pero se calla frente al abuso.
Si queremos construir un país más justo, más digno, debemos dejar de premiar la astucia tramposa y volver a valorar lo esencial. Ser leal y honesto no es ser ingenuo. Es ser valiente. Es entender que las decisiones correctas no siempre son fáciles, pero sí necesarias.
No se trata de idealizar, sino de exigir. A nosotros mismos y a quienes nos representan. Que se vuelva a considerar virtud lo que nunca debió dejar de serlo.