Paradigma

La temporada de la bondad

La Navidad llega cada año como un recordatorio incómodo y luminoso a la vez. Incómodo porque nos enfrenta a aquello que no hicimos, a las promesas que dejamos a medias, a las personas que no llamamos. Luminoso porque, pese a todo, insiste en ofrecernos una segunda oportunidad envuelta en luces, villancicos y mesas compartidas. No importa cuántas veces digamos que ya no creemos en ella como antes: la Navidad sigue tocando la puerta, paciente, como quien sabe que en el fondo todavía esperamos algo bueno.

Durante estas fechas, los buenos deseos circulan con una facilidad que el resto del año parece imposible. “Paz”, “amor”, “salud”, “prosperidad” se repiten en mensajes, brindis y tarjetas. Palabras grandes, a veces gastadas por el uso, pero que siguen teniendo peso. Tal vez el problema no es que las digamos demasiado, sino que las practicamos muy poco. La Navidad nos invita a pronunciarlas en voz alta, casi como un ensayo general de la vida que quisiéramos llevar los otros once meses.

La bondad, en este contexto, suele vestirse de gestos pequeños. No siempre se manifiesta en grandes actos heroicos, sino en detalles casi invisibles: escuchar sin interrumpir, perdonar una torpeza, ceder el paso, preguntar con genuino interés cómo está el otro. La Navidad tiene la virtud de volver visibles esas acciones mínimas, de darles un escenario. Nos recuerda que ser buenos no es un talento extraordinario, sino una decisión cotidiana.

Hay quien critica esta “bondad estacional” y no le falta razón. Resulta fácil ser amable cuando todo el ambiente empuja en esa dirección, cuando las canciones y la publicidad nos dicen que es tiempo de dar. Sin embargo, incluso esa bondad imperfecta tiene valor. Porque, aunque sea por unos días, demuestra que sí somos capaces. Que la dureza no es nuestra única forma de estar en el mundo. Que debajo del cansancio, del cinismo y de la prisa, todavía hay espacio para el cuidado.

Navidad también es un espejo. Nos muestra con claridad las desigualdades, las ausencias, las soledades que el resto del año preferimos no mirar. Mientras algunos celebran alrededor de mesas abundantes, otros enfrentan estas fechas con un nudo en la garganta. Ahí es donde los buenos deseos dejan de ser frases bonitas y se convierten en preguntas incómodas: ¿qué hago yo con lo que tengo?, ¿a quién puedo tender la mano?, ¿qué tanto me importa el bienestar ajeno más allá de mi círculo cercano?

Practicar la bondad no significa resolver todos los problemas del mundo, pero sí asumir una responsabilidad mínima sobre el pedazo de realidad que nos toca. A veces basta con no ser indiferentes. Con reconocer al otro como alguien que, igual que nosotros, carga historias, miedos y esperanzas. La Navidad, en su mejor versión, nos entrena para ese reconocimiento.

Tal vez por eso seguimos celebrándola, incluso quienes dicen no creer del todo en su magia. Porque necesitamos rituales que nos recuerden que la vida puede ser más amable. Que el tiempo no solo sirve para correr, producir y sobrevivir, sino también para detenernos, agradecer y compartir. Que los buenos deseos no son ingenuos si se acompañan de acciones, por pequeñas que sean.

Al final, la Navidad no nos pide perfección. No exige que seamos personas nuevas de un día para otro. Solo nos sugiere —con una insistencia casi tierna— que intentemos ser un poco mejores. Que probemos, aunque sea por un momento, a vivir desde la bondad. Quizá, si logramos alargar ese momento más allá de diciembre, los buenos deseos dejarán de ser una tradición anual y se convertirán en una forma de habitar el mundo.

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