Opinión
Seres humanos inmortales

César Peña
El sueño de la humanidad, la inmortalidad, podría alcanzarse en unas cuantas décadas gracias a la investigación científica, que luego de que inició la comprensión más amplia de la secuenciación del genoma humano, ha logrado trabajar en reducir paulatinamente las enfermedades creadas por virus, bacterias y hasta aquellas degenerativas que se heredan de generación en generación.
Llegará un momento en que, como pronostica el físico Michiu Kaku, un simple examen de orina que se podría hacer desde un inodoro común, podría detectar enfermedades presentes y hasta aquellas que se podrían desarrollar posteriormente; pero, mejor aún, los tratamientos para prevenirlas y combatirlas estarían plenamente desarrollados.
Este aparente mundo feliz incluiría, desde luego, la existencia de una industria de órganos artificiales que podrían sustituir un corazón, un hígado, pulmones o riñones dañados, sin problema alguno; esto, a la par de la investigación de la reproducción de órganos en que el ajolote mexicano ha sido el modelo a seguir.
La ciencia nos podría conducir, más exactamente, a la amortalidad que, como sostiene el historiador y antropólogo Yuval Noah Harari, a diferencia de la inmortalidad, haría que el hombre ya no muriera de enfermedades, pero si de accidentes.
Lo que nos aproxima a un futuro impredecible y lleno de fulgor es que, en un determinado momento, el ser humano pudiera conectar su memoria a un espacio digital, es decir, que todos nuestros recuerdos y cosas que albergamos en el cerebro pudieran transferirse a una memoria externa y vivir externamente después de una eventual muerte física.
Desde luego, ya no haría falta ir a la escuela, a cursos, talleres ni nada parecido, al existir la transferencia de datos, lo que implicaría todo un cambio en el sistema educativo, algo para lo que definitivamente no estamos preparados, como para todas las consecuencias que implica y hay cierta lógica de esto.
La primera, como diría Marx, es que las fuerzas productivas sirven inicialmente al capital; es decir, están sustraídas a la mayoría de la población, por lo que tales avances estarían inicialmente privados a las clases populares. Un ejemplo de este clasismo de la ciencia está dado en que solo 17 por ciento de las investigaciones son públicas en países desarrollados como Estados Unidos.
La reciente pandemia de covid-19 nos dejó ver que el acceso a las vacunas lo tuvieron primero las potencias capitalistas y, hasta el final, los países pobres. Esto, junto a la monopolización, por no decir secuestro, casi exclusivo de la investigación por la industria privada y militar, complica todo.
Este último punto lo reconoce perfectamente Noah Harari, siendo un impedimento real para llevar tales avances a la humanidad de manera homogénea al estar en manos privadas tanto el capital y los resultados de la investigación, siendo un ciclo virtuoso en esos términos, pero cuestionable en otra dimensión: la humana.
Como sea, este futuro, con sus limitaciones e impedimentos tangibles, luce más como materia de ciencia ficción que H.G Wells, o el mismo Julio Verne, quedarían fascinados tan solo con su olor.
* Escritor, periodista, economista y divulgador de la ciencia.