Opinión
Restos de una esperanza
Desde el génesis llevamos el estigma de existir cumpliendo una lista: naces, creces, te reproduces (o no), mueres. Como lo escribía Tallón: “ni en las peores circunstancias las personas dejamos de elaborar listas. Es una maniobra primaria”. Naces, creces, si es que tienes suerte tienes sexo, haces listas, mueres. En el fondo, la vida son unos pocos verbos separados por comas y, muchas veces, mala letra. Es decir, la vida es una lista…
La lista es el detalle acariciado, suficientemente importante, específico y hermoso como para no desear perderlo de vista y dejarlo por escrito, en columnas, o separado por comas. La gente adora hacer listas. Pero sobre todo, la gente necesita hacerlas. Cualquier manual de autoayuda, encaminado a auparte al éxito, o a salvarte del suicidio, o a librarte de una adicción, parte de una regla primigenia: “Haga una lista”. Todo mejorará a continuación. La enumeración tiene que ver con el orden, es decir, tiene que ver con el sistema defensivo del que nos dotamos para neutralizar el avance del caos.
Los pasos siempre nos conducen a un camino que ha sido nombrado, enlistado. Desde que iniciamos el periplo, contábamos con la certeza de estructurar nuestra vida en el eslabón de una cadena que nos llevaría, ya fuese trazada por nuestros progenitores o por el entorno mismo, hasta un punto culmen en donde tendríamos que decidir por nosotros mismos para aumentar la secuencia de la lista o terminarla para iniciar otra. Sin embargo, siempre existe la esperanza, en este sentido recuerdo a Guillermo Fadanelli, quien escribió: “se tienen esperanzas porque de otra forma es pesado y sufriente seguir en el camino, cualquiera que éste sea. Incluso los pesimistas más herméticos e insobornables guardan en su ánimo alguna débil ilusión, como la de morir tranquilamente, o la de tomar una buena botella de vino sin escuchar el ruido o escándalo que causa el ritmo frenético con que la humanidad se anuncia a cada momento”.
Esto me ha hecho recordar uno de los conocidos desplantes del filósofo Diógenes, quien para excluirse o mofarse de la sociedad ateniense de su época, solía estar tirado en las plazas públicas, cuenta la historia que Alejandro de Macedonia, atraído por la fama del filósofo, lo buscó en la plaza pública con el propósito de conocerlo y cumplirle sus deseos, al proponérselo, con el afán de poseerlo en su corte, Diógenes sólo le pidió que se hiciera a un lado y no lo privara de los rayos del sol. La esperanza de descansar y disfrutar del sol tirado en una plaza no es un acto menor si se pone en la mira la calidad de nuestros deseos o aspiraciones comunes de fama o dinero. Es posible que los discípulos de Diógenes hayan exagerado a la hora de narrar las virtudes de su maestro. Sobre todo, cuando extendieron el rumor de que el filósofo había muerto por decisión propia al sostener la respiración siendo ya un viejo nonagenario.
Sin embargo, lo que deseo acentuar con el recordatorio de este pasaje en las palabras de Fadanelli, es el hecho de que incluso un filósofo ascético de tal envergadura guardaba para sí los restos de una esperanza individual capaz de ofrecerle placeres que, de tan humildes, llegaban a ser extraordinarios, como excepcional es la posibilidad de crear una lista, la lista de nuestros días. Los días de un año que surge con el espíritu de miles de posibilidades.